11 de septiembre de 2011

Tinta roja.

No quiero quedarme sola, el silencio lastima mis oídos.
Ni la televisión, ni la radio están encendidas; tampoco hay gente conversando en la cocina, ni en el living. No hay nadie que quiera hablarme, ni gritarme, ni siquiera que simplemente esté allí. Y si nada de esto sucede, me quedaré sola con mis pensamientos. Porque es cuando ya no puedo mantener mi mente ocupada con cosas sin importancia, que comienzo a pensar, a recordar. Y los recuerdos duelen como si te retorcieran un puñal en el estómago.
Tal vez, deba acostumbrarme a vivir todo el día ocupada en el estudio, en las tareas del hogar, en mantener charlas sordas con la gente en general; y en los ratos libres, dejar que la televisión y la computadora ocupen toda mi atención. La ignorancia y el olvido momentáneos, son como un analgésico a aquella herida abierta en el estómago, y me he vuelto adicta a él.
Quisiera no tener tiempo para vagar en mi memoria, y por las noches caer rendida y así entregarme a un inocente e inconsciente sueño. Pero siempre, ese pasado testarudo logra hacerse con algo, para seguir clavando, cada vez más hondo, el puñal.
Las manos me tiemblan y el corazón late desbocado, porque mientras escribo esto, mi mente se libera de sus cadenas y todas esas memorias vienen a mí, haciendo que aquellas tontas lágrimas se enreden en mis pestañas. Parece ser, entonces, que la única forma para que escriba algo es tener la autoestima por el suelo. Y lo peor de todo es que ni siquiera estoy siendo sincera. 
Pero la mano sigue escribiendo. Y la sangre roja salpica el papel.

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